
En la primavera de 1429 se produjo el milagro militar anunciado por San Miguel. Al frente de un reducido ejército, Juana llegó a las puertas de Orleáns. Primero intentó levantar el cerco de forma pacífica, pero ante el fracaso de las negociaciones se pasó a la acción bélica. Aquella joven campesina, que no sabía cabalgar ni hacer la guerra, demostró una habilidad militar propia de un veterano: su sola presencia producía el terror de los enemigos y su fuerza impulsaba a sus guerreros. Así, tras la toma de las principales fortificaciones inglesas en torno a la ciudad, el 8 de mayo Juana consiguió levantar el cerco de Orleáns y obligó a los ingleses a replegarse.
Impulsadas por el éxito y la valentía de Juana, las tropas francesas emprendieron el avance hacia París. A las pocas semanas pusieron cerco a Troyes, lo que abrió el camino hacia Remins, donde Carlos VII fue ungido rey de Francia el 17 de julio de 1429.
Pero, cuando todo indicaba que Juana vería culminada su misión, París cerró sus puertas al monarca francés. La ciudad se mostró firmemente borgoñona y las milicias parisinas derrotaron a la doncella de Orleáns en la puerta de Saint-Honoré. Esta rebelión hizo que las tropas francesas se replegaran hasta el Loira.
A partir de este momento, la figura de Juana de Arco dejó de interesar al monarca, que emprendió una negociación con el partido borgoñón. Juana no podía aceptar este final y decidió proseguir la lucha por su cuenta. Con un puñado de fieles marchó a levantar el cerco inglés de Compiègne. El 23 de mayo de 1430 Juana fue hecha prisionera por los borgoñones. Al no pagar Carlos VII el rescate fijado, fue entregada a los ingleses.
Para los ingleses era urgente probar que Carlos VII había logrado la consagración mediante las artes de una hechicera, pues sólo así podrían presentar a su rey como el verdadero soberano ungido por Dios. Para formular una acusación de ese tipo necesitaban la sanción de la Iglesia. Con ese objetivo, el 9 de enero de 1431 se inició un proceso contra Juana de Arco.
Desde la primera sesión, los jueces trataron que Juana negara la veracidad de las voces que oía y que reconociera que, en realidad, se trataba de espíritus malignos. Para ello, se la sometió a unas condiciones de vida extrema y se le negaron las prácticas religiosas; en la prisión estaba vigilada constantemente, con el peligro que esto conllevaba para su virginidad.
Aunque nunca confesó que las voces que oía no eran divinas, si reconoció que la voz que la iluminaba procedía exclusivamente de Dios. Ella había conseguido llegar a dios sin la mediación del clero. Su poder procedía directamente de la inspiración divina, lo que la ponía por encima de la propia autoridad de la Iglesia. Eso fue lo que la perdió.
Juana fue declarada culpable de herejía, lo que acarreaba la pena de muerte. Aunque en un principio se mantuvo firme y no negó ninguna de sus revelaciones, el día de la lectura pública, cedió y negó que fuera una iluminada. La sentencia se conmutó por cadena perpetua y se la obligó a vestir de mujer.

Unos días después, los jueves fueron a visitarla a la cárcel y la encontraron vestida de hombre de nuevo, lo cual mostraba que su abjuración no había sido sincera. Cuando fue preguntada, se ratificó en sus creencias y poderes y confesó que anteriormente las había negado por miedo al fuego. La última sentencia fue definitiva: acusada de cismática, idólatra e invocadora de diablos, Juana fue declarada hereje y expulsada de la Iglesia. A continuación, se la entregó a la justicia secular para su ejecución.
El 30 de mayo, la pira se preparó en la plaza del mercado viejo de Ruán y Juana fue ejecutada en la hoguera. Sus cenizas fueron destruidas para evitar toda veneración.
Veinte años después, cuando la Guerra de los Cien Años tocaba a su fin y Calos VII había llegado al trono, éste inició un proceso de rehabilitación y, en 1455 la Iglesia inició un proceso para limpiar el nombre de Juana y el de su familia.
(FUENTES: A. ESTEBAN- I. CALDERÓN, “Juana de Arco: la doncella de Orleáns”, Historia Nacional Geographic,54, 2008, pp.69-75).
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