sábado, 2 de mayo de 2009

Juana de Arco: una mujer del pueblo

En 1429, la guerra de los Cien Años parecía a punto de decidirse a favor de los ingleses. Todo le norte de Francia estaba en sus manos, junto a la rica región meridional de la Guyena, gracias a su decisiva victoria en Azincourt sobre la caballería francesa (1415). Lo que es más: Enrique V de Inglaterra, apoyado por el partido nobiliario francés que encabezaba el duque de Borgoña, logró ser reconocido como heredero de la monarquía francesa en 1420, en virtud del tratado de Troyes. Ese mismo año entró en París entre las aclamaciones del pueblo, acompañado por el rey de Francia, Carlos VI, que había aceptado suscribir el tratado por influencia de su esposa, Isabel de Baviera. Dos años después morían casi al mismo tiempo Carlos VI y Enrique V, dejando al hijo de éste, Enrique VI, de apenas un año, como rey de Inglaterra y Francia.

El único obstáculo para el triunfo inglés era el delfín Calos, hijo de Carlos VI y de Isabel de Baviera. Expulsado de Paris por los borgoñones, Carlos se refugió con sus seguidores en la región de Loira. Allí, apoyado por los nobles enemigos de Borgoña, rechazó el tratado de Troyes que lo desheredaba, pretextando el estado de enajenación mental de su padre, y siguió considerándose Delfín. Pero el “pequeño rey de Bourges”, como lo apodaban sus enemigos por la pequeña ciudad del Loira donde había instalado su corte, era un príncipe poco enérgico y carecía de prestigio popular. Se decía incluso que era bastardo, fruto de la relación adúltera de su madre con el duque de Orleáns, lo que en sí mismo justificaba su exclusión del trono. De este modo, en 1428, cuando los ingleses pusieron sitio a Orleáns, una ciudad de gran importancia estratégica situada sobre el Loira, sus menguadas fuerzas parecían impotentes y toda su resistencia a punto de desmoronarse. Fue entonces cuando entró en escena una joven de 17 años llamada Juana de Arco.

Juana había nacido en 1412 en el seno de una familia campesina en la pequeña aldea de Domrémy, situada en el valle del Mosa, al noreste de Francia. Desde pequeña había sufrido los horrores de la guerra; su propia familia tuvo que huir para sobrevivir a una horda de bandoleros que saqueó la aldea, destruyó su casa e incendió la iglesia.
A pesar de las dificultades de la época, la vida de Juana transcurría como la de cualquier joven de un pueblo francés de principios del XV. Pero se sintió elegida por Dios y eso la convirtió en una mujer extraordinaria. Su educación religiosa era elemental, aunque se había enriquecido con los sermones de los predicadores mendicantes que popularizaron la devoción a la Virgen, a Jesús y a los santos.

Juana tuvo su primera visión a los 13 años. Acababa de producirse una derrota de los franceses ante el monte Saint-Michel y el arcángel San Miguel, que protegía a Francia, se le apareció. A partir de ese momento le vio y escucho muchas veces. También escuchó las voces de santa Catalina de Alejandría y de Santa Margarita. Siguiendo su ejemplo, Juana hizo voto de virginidad e intensificó su vida espiritual. Pero no se convirtió en una mística, sino en una mujer de acción que asumiría retos inconcebibles para una campesina de su época. La misión que le proponían esas voces no podía ser más ambiciosa: debía unirse al ejército del rey de Francia, levantar el asedio inglés de la ciudad de Orleáns y ver al Delfín coronado en la catedral de Reims, lo que devolvería al monarca francés la lealtad de París.

Durante tres años, Juana mantuvo en secreto sus visiones, pero se preparó para llevar adelante las órdenes que le habían encomendado. El momento llegó en la primavera de 1428. Se presentó a un poblado cercano, Vaucouleurs, y se presentó ante el señor del lugar quien, según las voces, debía conducirla ante el delfín Carlos. Ante su insistencia, fue conducida a Chinon, donde se encontraba la corte de Carlos VII.

Al igual que muchos siglos antes había hecho Santa Margarita y tal como le indicaban las voces, Juana adoptó ropas masculinas. Se presentó ante el Delfín para anunciarle que ella era la enviada para ayudarle a reconquistar Francia, expulsar al inglés y recuperar la corona. En su favor Juana recordó la profecía de Merlín, que se había hecho popular a finales del siglo XIV: "Francia sería arruinada por una mujer y recuperada por una virgen". La causante de la ruina del país era Isabel de Baviera, responsable del tratado de Troyes. A la salvadora se le reconocería por dos señales: una corona de oro y una espada; la espada ya la había encontrado Juana oculta detrás del altar de la iglesia de Santa Catalina, mientras que la corona llegaría de forma milagrosa.

Al final se formó en Poitiers una comisión de teólogos. Como Santa Catalina ante los cincuenta sabios de Egipto, Juana convenció a los clérigos de su fe y de la sinceridad de sus palabras y fue examinada para comprobar su virginidad.

(FUENTE: A. ESTEBAN- I. CALDERÓN, “Juana de Arco: la doncella de Orleáns”, Historia Nacional Geographic,54, 2008, pp.65-69)

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