lunes, 4 de mayo de 2009

La Peste Negra


San Roque, el santo representado con un perro al lado, es una imagen frecuente en muchas iglesias de España, de Europa e incluso del otro lado del Atlántico. Muchas son las localidades con una iglesia o ermita en su honor y muchas también las que celebran su fiesta. ¿A qué se debe tanto fervor? Su historia está unida a la gran pandemia que llegó a Europa en 1348: la Peste Negra o Muerte Negra. Dedicado a atender a los apestados, San Roque se contagió y se convirtió en patrón de la peste, junto a San Sebastián.

Como “acontecimiento mundial” más importante del siglo XIV, aquella gravísima epidemia hace de 1348 una fecha histórica esencial, uno de esos clavos indispensables para colgar el tapiz de la Historia. Ese año llegaba la “gran mortalidad”, “el mal que corre” (no se llamó Peste Negra o Muerte Negra en su tiempo), a una población europea sin inmunidad para resistir a la bacteria que desde el desierto de Gobi se dispersó hacia el este y el oeste del continente euroasiático, llevada por los roedores que acompañaban a los pastores y a los jinetes del Imperio mongol.

La Peste Negra se conoce de manera desigual en los reinos hispánicos; la documentación ha permitido conocer mejor su impacto en la Corona de Aragón que en la de Castilla. En Aragón, se produjo la “despoblación de las aljamas moriscas de Borja y Zaragoza y de los barrios judíos de Huesca y Zaragoza; suspensiones de envío de tropas contra Granada; aplazamiento de las Cortes; ruina de los arrendadores de peajes; disminución de las rentas de la acequia de Zaragoza; concesión de moratorias a los deudores; preparación de viajes a Roma para ganar el jubileo” (Lacarra).
Estos problemas y acciones no fueron exclusivos de Zaragoza. A esa ciudad había llegado la epidemia en septiembre de 1348, pero meses antes había atacado a otros lugares de la Corona aragonesa. Es impresionante la velocidad que había cogido la bacteria. El barco que infectó al Occidente europeo había salido de Caffa (península de Crimen) en octubre de 1347. Llegó al puerto de Mesina a finales de ese año, y alcanzó la costa levantina en la primavera de 1348. La primera víctima fue Guillem Brassa, un ciudadano de Alcudia (Mallorca) que murió a finales de marzo de 1348. El medio más eficaz del contagio, los barcos, esparció la peste por la costa mediterránea. A principios de abril había llegado a Almería, en mayo a Barcelona, Tarragona y Valencia, en junio a Teruel y Pamplona, en septiembre a Huesca y Zaragoza, en octubre a Tuy Zamora. Estaba en Toledo en el verano de 1349, y en marco de 1350 produjo estragos en el ejército que intentaba asaltar Gibraltar al mando de Alfonso XI, que murió de peste.
Hubo otras puertas de entrada de la epidemia. A Pamplona pudo llegar desde Francia por los puertos pirenaicos que abrían el Camino de Santiago, y de allí pudo partir a la Cornisa Cantábrica y a Galicia. Si se movió al ritmo que lo hizo en Francia, a cien kilómetros al mes, pudo llegar a Santiago de Compostela antes de terminar 1348.

Pronto empezó a tomarse medidas, ineficaces al desconocer los propios médicos la naturaleza de la epidemia. Los regiementa, tratados escritos por médicos desde el momento que llegó la peste, se preocupaban por analizar sus causas, describir sus síntomas y proponer medidas profilácticas y terapéuticas.
Agramont (un médico de Lérida) y otros contemporáneos señalaron los cuerpos celestes como provocadores de la peste, aunque las causas naturales fueron tenidas en menos consideración que la explicación sobrenatural: la ira de Dios castigaba a los hombres por sus muchos pecados.

No podían imaginar que se trataba de una bacteria que vivía en el estómago de un tipo particular de pulga (Xeopsilla cheopis) que viajaba en los lomos de las ratas.
También desconocían las tres variedades de la peste (bubónica, pulmonar y septicémica), limitándose las descripciones a la variedad bubónica.

Los remedios que se aplicaban eran ineficaces. Los propios médicos recomendaban la huida y la oración. La huida tenía riesgos para los residentes de la ciudad afectada, de ahí que se constate una tendencia a ocultar la enfermedad. Callar era bueno por razones económicas, sociales y psicológicas. Se procuraba impedir la entrada de hombres y mercancías del lugar afectado y aislar las localidades con peste.
Recurrir a la oración fue el remedio más común: indulgencias, limosnas, misas, procesiones, rogativas, plegarias...
Sospechaban que la epidemia era muy contagiosa, y por ello las autoridades municipales tomaban medidas preventivas y de higiene pública. En Valencia se contrataron barrenderos y limpiadores para retirar de las calles los animales muertos y recoger las basuras. Se reclutaban hombres para retirar cadáveres y sacar de sus casas a los enfermos pobres, solos o abandonados; contrataron más guardas de las puertas, para evitar la entrada de más contagiados, evitar la indisciplina callejera, los pillajes de las casas o los ataques a judíos.

Las consecuencias fueron de muy diversa índole: demográficas, económicas, sociales, políticas, religiosas, psicológicas, artísticas y literarias. Las más terribles fueron las demográficas. No hay porcentaje preciso de mortalidad general para los reinos peninsulares, aunque se ha señalado que pudo ser superior en los reinos de la Corona de Aragón que en los de Castilla. Hubo un promedio de mortalidad de un tercio de la población europea, aunque con importantes diferencias entre unas áreas y otras.

La peste no distinguió de edad, género o grupo social (Alfonso XI de Castilla o Juana II de Navarra murieron de peste). El descenso demográfico se produjo también por el descenso de las tasas de nupcialidad y natalidad y por la emigración.

Las consecuencias económicas fueron después de las demográficas, las más perjudicadas. Fue tal el desastre económico de la peste que acabó por recibir un tratamiento similar al de la guerra, en el sentido de ser un motivo de remisión de pagos.

Las consecuencias de la peste se manifestaron en otros aspectos. Los cambios psicológicos ante el miedo de una muerte inminente, introdujeron el sentido de la urgencia y una nueva medida del tiempo que se reflejó en la construcción de relojes en las plazas de muchos lugares. Se han detectado cambios en las manifestaciones artísticas; así, la representación de la figura de Cristo dejó el carácter amable por el severo, temeroso o, al menos, distante: la temática optimista se cambió por otra macabra; los temas se hicieron más moralizantes.
Su efecto duró siglos, pues no desapareció hasta el siglo XVIII. Cada pocos años, la peste volvía a ciudades, villas y lugares y sembraba la muerte de manera más o menos intensa.

(FUENTE: M.J. FUENTES; “La peste negra: mensajera de la muerte”; La Aventura de la Historia, 121, 2008, pp. 94-98).

1 comentario:

  1. Este cuadro me encanta (por supuesto el resto de la entrada tambien) al igual que tus ojos, Jimena de mi vida!
    TE QUIERO! Preciosa! ;·D

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