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El contexto social, político y religioso de la Europa de los siglos XI, XII y primera mitad del XIII no se puede concebir sin las campañas militares que se desplazaron hasta Oriente para recuperar los Santos Lugares de la cristiandad. Una de las más inmediatas consecuencias de estas campañas, conocidas como cruzadas, fue el surgimiento en Jerusalén de las primeras órdenes militares: el Temple y el Hospital de San Juan.
El cambio de milenio trajo consigo la figura de un papa emblemático y reformista, Gregorio VII, quien, ante el creciente poder de la caballería feudal, con la consiguiente pérdida del mismo que suponía para los estamentos eclesiásticos, promulgó sus Dictatus Papae en 1075, mediante los cuales se garantizaba la supremacía del poder pontifical sobre todos los hijos de la Iglesia, tanto clérigos como laico, incluido, claro está, el emperador del Sacro Imperio. Esto supuso un duro enfrentamiento entre el papado y el emperador germánico, que desembocó en la conocido como Querella de las Investiduras.
El cambio de milenio trajo consigo la figura de un papa emblemático y reformista, Gregorio VII, quien, ante el creciente poder de la caballería feudal, con la consiguiente pérdida del mismo que suponía para los estamentos eclesiásticos, promulgó sus Dictatus Papae en 1075, mediante los cuales se garantizaba la supremacía del poder pontifical sobre todos los hijos de la Iglesia, tanto clérigos como laico, incluido, claro está, el emperador del Sacro Imperio. Esto supuso un duro enfrentamiento entre el papado y el emperador germánico, que desembocó en la conocido como Querella de las Investiduras.
No obstante, Gregorio VII puso también las bases de lo que después su sucesor, Urbano II, culminaría: el movimiento de transformación de una laica y agresiva clase militar, en unos combatientes al servicio de Dios y de su Iglesia. Ya en 1074, el primero anunciaba la recompensa de la eternidad para los reclutas que marcharan contra el infiel, en una primera apología de la Guerra Santa, justificando el uso de las armas en base a la transformación de una militia diaboli en la santificada militia Dei: la violencia debidamente encauzada en la defensa de Tierra Santa y de otros sitios amenazados por los infieles, no sólo reportaría beneficios espirituales a los combatientes, sino también materiales, al ampliar las fronteras de la cristiandad. Fue Urbano II el encargado de materializar la reformada espiritualidad en un hecho concreto: el llamamiento en 1095, durante el transcurso del Concilio de Clemont, a la primera cruzada; un llamamiento en auxilio de Bizancio y de lo que, desde el siglo IV, había sido las rutas de peregrinación a Tierra Santa, sustentado en la necesidad ineludible de liberar Jerusalén de manos musulmanas.
La convocatoria se extendió por toda Europa y se sustentó con rumores de milagros y prodigios que justificaban la causa de la expedición. Los fieles que se unían a la peregrinación guerrera partían con un fervor religioso sincero, en la esperanza de ser absueltos de sus pecados, sin olvidar la posibilidad de conseguir tierras y privilegios en Oriente. Para la Iglesia, el éxito de esta cruzada suponía la consolidación de su poder terrenal y el prestigio que venía buscando desde la reforma gregoriana.
Urbano II otorgó como emblema de la campaña una cruz que los
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“Maravillosos espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos, cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blanco de sus flechas; otros fueron más lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no se veían más que montones de cabezas, manos y pies. Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada sobre el Templo de Salomón, que los cadáveres flotaban en ella y en muchos lugares la sangre nos llegaba hasta la rodilla. Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron en procesión a la iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de gracias. Fue justo y especial castigo de Dios que aquél lugar fuese cubierto con la sangre de los infieles que por tanto tiempo habían acudido allí a blasfemar”
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Tras la toma de la ciudad se procedió a la organización política y eclesiástica para preservar los territorios conquistados. Se nombre rey de Jerusalén y defensor del Santo Sepulcro a Godofredo de Bouillon. Un legado pontificio nombró a Arnulfo de Choques patriarca de Jerusalén, con el objetivo de iniciar la latinización del clero y la liturgia de la ciudad. Finalmente, la defensa militar de la misma se sustentó en los que terminaría siendo las primeras órdenes militares, la primera de todas ellas, el Temple, a raíz del primitivo núcleo de los “Pobres Caballeros de Cristo”, y posteriormente la de los hospitalarios.
(FUENTE: J. R. FERNÁNDEZ; “Tomar la cruz”; Memoria, la Historia de cerca; 12; 2008; pp.24-30)
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